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LA MEMORIA, DE PLOMO Y EN EL PECHO

2 Mai 2010 Deixa un comentari

• Un hombre lleva 75 años conviviendo con una bala alojada en el pecho de un impacto de bala que recibió en febrero de 1937

• Hay personas a las cuales no le es necesario que le refresquen la memoria. La llevan dentro, en el pecho, en forma de plomo.

(foto: Eduardo Benito, LíniaVallès, periódico del Vallès Oriental, Barcelona)

 

19 de febrero de 1937. Estación del Norte de Granollers (Barcelona). Hace ocho meses que ha estallado la Guerra Civil por el golpe de estado militar urdido por los generales Franco, Mola, Cabanellas, Sanjurjo. La rebelión de julio de 1936 ha sido sofocada en Barcelona y su área de influencia. Se respira cierta tranquilidad, aunque la procesión va por dentro.

La estación aparece repleta de un barullo de cuerpos que se cruzan y tropiezan, gente que va en busca de su tren con una expresión de desvalimiento en el rostro y cierta torpeza de urgencia en el cuerpo. Algunos, no buscan un tren simplemente un cobijo donde guarecerse del intenso frío de febrero, un frío que los hace a todos iguales. Fuera, frente a la estación, un árbol se abandona al invierno, derrotado por él. El tronco, con negruras de tizón, las ramas desnudas y retorcidas. A su lado, hay otro árbol, muerto y todavía intacto, aún en pie, en presencia trágica, agigantada por su propio tamaño y la duración sobrehumana de su vida.

Los viajeros apenas anclan la mirada en los dos árboles y su invernal mensaje, en su atropellado trajín en busca de su tren. No hay ni gestos ni miradas apasionadas. Solo olor a moho y viejo. El cielo les pide paciencia mientras a un puñado de kilómetros de allí el zumbido de las balas escinde mentes y corazones.

En los andenes, unos niños dan saltos ajenos a la tragedia. Algunos subirán por primera vez, y quizá última, a un tren. Alguno, en la sala de espera de la estación, da algún requiebro de amor por una adolescente, la hija de la vecina de toda la vida. También habrá chicas de distinta belleza, una belleza imperfecta, de agradable conversación y entretenimientos subidos de tono para ganarse unas “perras”.

Nadie parece preguntarse si Jesús ha pasado por allí. Hay indicios, pero no pruebas concluyentes.

Josep Maria Maseras, que suma 94 años y aún lo puede contar, ha llegado a la estación después de una, como siempre, monótona y agotadora jornada de trabajo en la compañía de Servicios Eléctricos Unificados de Catalunya, en Granollers. Debe coger el tren que le devuelva a su pueblo, Centelles. Algunos, a su lado, hablan pero parecen decirse solo obviedades, algunas son sandeces, quizá para evadirse de la tragedia que les acecha.

El reloj marca casi las siete de la tarde. De súbito, la aparente tranquilidad que se respiraba en la estación se trunca. Dos hombres discuten acaloradamente.

Maseras, que aquel día tenía 20 años, recuerda, como si fuese ayer, que uno de ellos, miembro de la Federacíón Anarquista Ibérica (FAI), intenta apoderarse de un conejo que una mujer lleva en un cesto. El otro hombre de la disputa es un guardia de asalto de paisano que intenta evitar el robo. La razón se pierde cuando el hambre aprieta, aunque Dios aprieta pero no ahoga.

La disputa sube de tono. El gentío no les presta excesiva atención. Mala señal. Como si ya fuera habitual. La guerra les recuerda lo fuerte que debe ser el espíritu humano cuando quiere serlo y ninguna vida vale más que la propia.

Los dos contendientes sacan sus pistolas. Forcejean. Un tiro se escapa. Josep Maria Maseras cae a tierra. La bala perdida, como muchas en una guerra, se ha colado en su cuerpo, entre la tercera y la cuarta costilla, y se ha alojado en su pecho. Otra muesca de tizón en el árbol abandonado al invierno. La sombra agigantada del árbol ya muerto a su lado se adensa aún más.

Hay miedo, gritos, confusión. Algunos piensan que aquel tiro no es más que el preámbulo de lo que les espera. Dicen que Granollers, Catalunya entera, se ha convertido en un campo abierto a cualquier batalla, un suelo donde ya no hay ley posible.

Algunos viajeros ven en Maseras el rostro humano que no habían encontrado hasta ese momento y acuden en su ayuda. Los viajeros de la estación rechazan su tren y huyen precipitadamente. Colapsan las puertas de la estación. Maldita sea: las dos hojas de la puerta abren hacia dentro. Una de ellas queda completamente bloqueada.

Maseras se retuerce de dolor. La bala ya alojada en su pecho actúa como una constante punzada que le recuerda lo fuerte que debe ser su espíritu y su corazón en momentos así. El tren hacia Centelles ha pasado.

Dios, o alguien que está ahí arriba, quiere echar una mano. Un autobús urbano pasa por allí, entre la estación y los dos árboles, el muerto y el abandonado al invierno. Josep Maria se sienta como un pasajero más en el autobús, pero sin billete. A su lado, el guardia de asalto que trató de impedir el robo del conejo a manos del anarquista. Los dos sangran.

El vecino de Centelles es atendido, en primera instancia, en el puesto de socorro más próximo de la Cruz Roja. Luego, lo trasladan a un hospital. Ha salvado la vida, aunque llegaron a darlo varias veces por muerto.

Maseras estuvo 17 días ingresado y otros dos meses de baja obligada, en absoluto reposo. Los médicos concluyeron que, dada la zona de su cuerpo en la que quedó alojada la bala, lo mejor era evitar riesgos y no intervenir. Y hasta hoy, 75 años después.

El guardia de asalto murió.